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CAPÍTULO 14 (ÚLTIMO)
Al llegar al estadio saludó a sus compañeros como si fuese la última vez que los vería, saludando con más entusiasmo al niño que lo había golpeado en aquel cumpleaños.
El equipo volvió a ser humillado y pronto recibieron un gol. En el entretiempo, Oscar le pidió a su entrenador que lo sacara:
―Estoy cansado, quiero salir.
―¿Estás loco, pibe? No puedo sacarte; sos un fenómeno.
El partido continuó y Oscar seguía sin tocar la pelota, hasta que uno de sus compañeros se la pasó:
―¡Corré!
Corrió hasta la portería y amagó al arquero para patear con el arco libre, pero se quedó quieto. Enseguida llegó un adversario que lo chocó para robarle el balón, y Oscar cayó con una enorme sonrisa. Entonces se oyó un fuerte pitazo; el árbitro había cobrado penal.
El niño que cometió la falta recibió tarjeta roja, y el entrenador le pidió a Oscar que ejecutara la falta.
―No quiero patear ―dijo.
―¡Pateá, pibe! Confío en vos.
Oscar no quería patear, Oscar no quería ni jugar. Luego de que el réferi indicara que estaba todo listo, el joven corrió hacia el balón y lo pateó varios metros por encima del travesaño.
Rio a carcajadas, no le importaba nada de lo que pudiera suceder, era como estar en un sueño y darse cuenta de que no es real.
Se escuchó entonces otro pitazo del árbitro; un jugador del equipo rival había ingresado a la zona antes de que se ejecutara el tiro y el penal debía ser pateado otra vez.
Oscar pateó un tiro sin fuerza, y el arquero lo atrapó con total facilidad. Otro pitazo sonó. El juez señaló la meta, indicando que el portero se había adelantado antes de la ejecución.
Por tercera debió patear el penal y, viendo que aquello parecía estar escrito, pateó con los ojos cerrados y clavó la pelota en el ángulo.
Su equipo festejó, pero Oscar no estaba emocionado.
El partido estaba por terminar y el joven volvió a pedir que lo sacaran:
―Me duelen las piernas, quiero salir.
―¿Estás loco, pibe? Sos el que mejor está jugando.
El balón le cayó a él y se quedó quieto. Nadie se le acercó, como si tocarlo habría significado cometer una falta. Oscar se sintió como aquellas celebridades que juegan al fútbol y todos lo dejan meter goles. Comenzó a hacer jueguito en medio de la cancha, llegando a patear la pelota diez veces antes de que esta golpeara el suelo. Luego, mirando hacia su propia meta, pateó hacia atrás.
El tiempo se detuvo, los que estuvieron presentes juraron que durante unos segundos no se escuchó el menor sonido. Nadie respiró hasta que la pelota por fin cayó y, metiéndose justo por debajo del travesaño, hizo explotar las gargantas de la tribuna.
El árbitro pitó el final del encuentro y todos los jugadores y varios familiares invadieron la cancha.
El entrenador abrazó al muchacho y le dijo las palabras que tenía grabadas en su memoria:
―¡Gracias por haber nacido, pibe!
Al día siguiente despertó con cincuenta y seis años, y no le quedaban muchos más viajes por realizar. Hizo el cálculo y supo que el siguiente recuerdo le costaría más de cuatro mil días, llegando entonces a la edad de sesenta y siete años.
Pensó en llamar a su madre e intentar hablar con ella; deseaba entablar una conversación profunda como las que tenía en su infancia antes de que su padre falleciera. La llamó por teléfono, pero no fue ella quien atendió:
―Lo siento; número equivocado.
Se dio cuenta de que su madre debía tener casi ochenta años, si es que aún estaba viva. Buscó con desesperación el número de algún familiar en su vieja agenda, pero todos le decían que se había equivocado.
Por fin pudo comunicarse con una prima, quien deseo ponerse al día luego de tantos años sin hablarle, pero Oscar no estaba interesado:
―…después me seguís contando, antes te quería preguntar sobre mi mamá.
―¿Sobre tu mamá? Era mi tía preferida. Pasaron cinco años desde su muerte, ¿no? Aún la recuerdo como si hubiese sido ayer.
A Oscar se le cayó el teléfono al suelo. Su madre había muerto y él ni siquiera recordaba cómo ni cuándo sucedió.
Se escuchó la voz de su prima que gritaba del otro lado del teléfono: «¡Hola! ¡Oscar! ¿Estás bien? ¡Hola!», pero Oscar no levantó el tubo.
Lloró en su cocina mientras miraba la puerta. Deseó destruir el libro como si estuviese maldito, pero el objeto no tenía la culpa; no existen los objetos malos, la bondad y la maldad está en los seres humanos.
De pronto escuchó un chillido, miró hacia abajo y allí había un pequeño ratón que lo observaba con sus ojos saltones, moviendo los bigotes de un lado al otro. En ese momento se puso de pie y se dirigió a la habitación:
―No me queda mucho por hacer en esta etapa de mi vida. Mis días no fueron emocionantes en los últimos treinta años y lo serán aún menos a partir de ahora.
Apoyó entonces las manos sobre el libro y habló con voz ronca:
―Quiero ir a ese momento puro, a aquel momento en el que aún no había cometido ningún error. Deseo revivir ese día antes de que apagara mi cohete, cerrara mi atril y arrancara mis bíceps. Ese día en que mi pasaporte esperaba los sellos del mundo entero, y mis diplomas y trofeos pudieron haber cubierto las paredes de mi hogar. Anhelo revivir el día en que aún no tomaba atajos ni ultimaba principios. Quiero viajar al día en que nací.
Las hojas del libro se movieron a mayor velocidad que nunca, y algunas comenzaron a desprenderse. Un remolino de hojas lo rodeó y de pronto desapareció de la habitación.
Una luz lo cegó, y sintió una insoportable libertad. La vida se abrió ante él como un mundo de posibilidades en un solo pensamiento. Fue tan fuerte la confusión que solo pudo llorar. Oscar había nacido.
Lo limpiaron y lo envolvieron en una manta para entregarlo a los brazos de quien lo había concebido. Ella estaba exhausta, sudada y con las mejillas coloradas, y por primera vez en su vida Oscar se dio cuenta de lo hermosa que era su madre.
Todo era paz, todo era eterno, y sintió el primer aroma de su vida, un aroma a seguridad y amor. Minutos más tarde se quedó dormido y tuvo sueños confusos; no había mucho que soñar entonces, o tal vez todo era sueño.
Pronto volvió a despertar, y una luz cegadora lo hizo llorar de nuevo; Oscar había vuelto a nacer.
Revivir su primer día de vida le había costado once años, y al regresar al presente él tendría más de sesenta y siete. Lamentablemente Oscar no vivió tanto, había muerto antes de cumplir los sesenta, y quedó atrapado en el día de su nacimiento abriéndose camino a un mundo que no conocería, reviviéndolo una y otra vez.
Luego de que Oscar realizara el último viaje, su cuerpo tapó la puerta secreta ocultando al libro, que hoy sigue allí, esperando, con ganas de conocer al próximo inquilino que quiera convertirse en el nuevo hombre del tiempo.
FIN